Walt Disney murió el 15 de diciembre de 1966 durante la producción de El libro de la selva, coincidiendo con el inicio del movimiento protesta flower power y la publicación de A sangre fría, de Capote. Tres formas distintas de entender un mismo concepto, la posesividad: a través del mito romantizado del cineasta, los movimiento sociales frente a la Guerra del Vietnam y la violencia extrema sin sentido que tuvo lugar en Kansas. Tres traumas que de tanto repetirlos se han convertido en un lastre para la sociedad, que detractores y fanáticos hacen suyo, cada uno a su manera.
Amar sin reservas, soñar que una revolución pacífica es posible e intentar comprender la mecánica de la sociopatía nos ha convertido en individuos extremadamente sensibles a los cambios e impasibles ante las injusticias. Nos hemos convencido de que es así como funciona el mundo, de que tenemos que aceptar las toxicidades liberadas por las estructuras impuestas de estar sano y amar. Existe una posibilidad hostigada por el catolicismo y la derecha rancia: querernos lo suficiente como para enderrocar viejas estructuras. Pero entonces ¿quién querría utilizar Tinder si estuviéramos satisfechos con lo que somos?
Ojalá Disney estuviera congelado y no muerto, el movimiento pacífico sirviera para algo y los sucesos reales fueran tan ficticios como asumimos; quizás así tendría sentido idealizar con tanto esfuerzo. Pero Disney debe morir en nuestras cabezas, tal y como hizo su cuerpo en 1966.